CAPÍTULO UNO
Yāmunācārya
En el sur de la India
han nacido muchos grandes devotos con la misión de propagar las glorias del
Señor. De todos esos devotos, quizás el más famoso sea Śrī Rāmānujācārya, cuya
vida es el tema de este libro. Sin embargo, justo antes de Rāmānuja vivió otro
gran vaiṣṇava cuya vida y enseñanzas
ejercieron una gran influencia sobre Rāmānuja, aunque de hecho nunca llegaron a
conocerse. Se trata de Yāmunācārya, también conocido como Ālabandāra, «el
conquistador». Sería adecuado, pues, antes de relatar la vida de Rāmānujācārya,
hablar brevemente de esta gran alma, el ilustre escritor del famoso Stotra-ratna.
Yāmunācārya nació aproximadamente el año 918 d. de C. en la ciudad de
Madurai, en el sur de la India ,
que por aquel entonces era la capital de los poderosos reyes Paṇḍya. Su abuelo
era un famoso erudito y devoto de nombre Nāthamuni, conocido también por sus
habilidades místicas y su experiencia en la práctica del aṣṭaṅga-yoga. Nāthamuni fue el primero en recopilar y poner música
a las canciones de Nāmmālvāra, un famoso devoto del sur de la India.
Nāthamuni tuvo un atractivo e inteligente
hijo llamado Īśvaramuni, que se casó con una bella y joven esposa. Poco después
de la boda, Īśvaramuni, junto con su esposa y sus padres, partió de peregrinaje
para visitar los lugares santos del norte de la India , entre ellos Vṛndāvana,
el lugar de nacimiento de Śrī Kṛṣṇa. Pocos meses después de regresar de este
peregrinaje, la esposa de Īśvaramuni dio la luz a un niño, y, en memoria del sagrado
río que fluye por Vṛndāvana, Nāthamuni le puso de nombre Yāmuna.
Sin embargo, la dicha de la joven pareja duró poco, pues, unos años
después del nacimiento del niño, Īśvaramuni abandonó este mundo, dejando viuda
a su joven esposa.
Nāthamuni estaba tan afligido por la
inesperada muerte de su hijo que decidió abandonar todos los asuntos de este
mundo. Dejó a su esposa y a sus parientes y aceptó la vida de un renunciado sannyāsī, consagrándose plenamente a la
adoración de Śrī Viṣṇu. Así pues, a una edad muy temprana, Yāmunācārya quedó al
cuidado de su madre y su anciana abuela, llevando una vida de gran pobreza.
El desafío
Cuando tenía cinco años, Yāmunācārya fue a estudiar a la escuela de Bhaṣyācārya,
y rápidamente se ganó el afecto de su maestro, tanto por su dulce naturaleza
como por su habilidad para aprender rápidamente. Se dedicó al estudio con gran
determinación, y a los doce años era el mejor estudiante de Bhaṣyācārya.
En la India
de aquellos días, era común que los grandes eruditos se desafiaran entre sí
para medir su erudición en las Escrituras védicas y su experiencia en la
ciencia de la lógica. En la época en que Yāmunācārya estaba estudiando en la
escuela de Bhaṣyācārya, había un gran erudito que vivía en la corte del rey Paṇḍya.
Su nombre era Kolahala, y era el gran favorito del rey, pues podía derrotar en
debate a cualquier erudito. De hecho, el rey había decretado una ley según la
cual todo erudito que fuese derrotado por Kolahala debía pagar un impuesto
anual al paṇḍit. Si alguien se negaba
a pagar, sería condenado a muerte.
El maestro de Yāmunācārya, Bhaṣyācārya, también había sido derrotado por
Kolahala, y, por tanto, también estaba obligado a pagar dicho impuesto. Sin
embargo, puesto que era muy pobre, durante los dos últimos años no había podido
pagarlo.
Un día, cuando Bhaṣyācārya estaba de viaje y todos los estudiantes se
habían ido a casa, Yāmunācārya se quedó solo en la escuela. En ese momento, uno
de los discípulos de Kolahala llegó con la intención de recaudar el impuesto
adeudado por Bhaṣyācārya.
—¿Dónde está tu maestro? —preguntó con tono arrogante, cuando vio a Yāmunācārya
solo en la escuela.
—¿Podría saber quién le ha enviado aquí, señor? —respondió Yāmunācārya
con voz muy gentil, ansioso de no cometer ninguna ofensa.
—¡Cómo! —exclamó el discípulo—. ¿No sabes
que soy discípulo del erudito más grande y sabio de toda la India ? Kolahala es el terror
de todos los grandes eruditos, e incluso el rey Paṇḍya es su obediente siervo.
Todos los eruditos derrotados por el gran Kolahala deben pagarle un impuesto
anual, so pena de perder sus vidas. ¿Acaso tu maestro ha enloquecido, negándose
a pagar durante dos años? ¿O es que intenta desafiar de nuevo a mi maestro,
como una polilla que se precipita hacia un fuego ardiente?
Por naturaleza, Yāmunācārya era muy bondadoso, y difícilmente discutía
con sus compañeros de escuela. Sin embargo, sentía un gran amor y respeto por
su maestro. Por lo tanto, cuando escuchó hablar de Bhaṣyācārya de esa forma tan
despectiva, sintió tanto dolor en su corazón que no pudo refrenarse y,
dirigiéndose al mensajero de Kolahala, le dijo con toda su fuerza: «¡Qué tonto
eres!, ¡y qué tonto es tu maestro!, pues, ¿quién sino el más grande de los
tontos educaría a su discípulo para que cultivase un orgullo tan monumental, en
lugar de apartar esos defectos de su corazón? ¿Por qué debería mi noble maestro
desperdiciar su tiempo debatiendo con ese hombre? Ve y di a tu maestro que el
más bajo de los discípulos del gran Bhaṣyācārya le desafía a un debate. Si se
atreve a enfrentarse conmigo, que envíe su respuesta inmediatamente».
Preparativos
para el debate
El discípulo de Kolahala estaba tan aturdido e indignado que no pudo
responder, y se fue, lleno de ira, a informar a su maestro acerca de este
insulto. Cuando Kolahala escuchó lo que había ocurrido, no pudo hacer otra cosa
sino reír, al enterarse de la edad de su rival. El rey Paṇḍya decidió enviar a
otro mensajero al muchacho para ver si estaba loco, y, si su propuesta de
debate era seria, traerlo inmediatamente. Cuando el mensajero real llegó y
comunicó a Yāmunācārya la orden del rey, el muchacho respondió: «Ciertamente
obedeceré el mandato de su majestad el rey, pero, si he de ser aceptado como un
rival apto para el gran Kolahala, entonces se debería enviar un séquito para
que me lleve al palacio».
Después de comentar la respuesta de Yāmunācārya,
el rey y sus cortesanos estuvieron de acuerdo en que lo que había dicho el
muchacho era correcto, y enviaron un costoso palanquín y cien soldados para que
lo trajeran a palacio. Entretanto, las noticias de estos eventos se habían
difundido por toda la ciudad de Madurai, y Bhaṣyācārya, mientras regresaba a su
casa, escuchó la historia. Se sintió muy triste al saber el peligro al que se
enfrentaba su estudiante favorito, pues, aunque el rey era generoso por
naturaleza, era bien sabido que trataba con gran severidad a aquellos que
insultaban al paṇḍit de la corte.
Sin embargo, Yāmunācārya no estaba preocupado ni lo más mínimo.
«Venerado señor, no hay razón por la que debas alarmarte —dijo para consolar a
su maestro, cuando éste regresó a la escuela—, pues puedes estar seguro de que,
por tu gracia, aplastaré el orgullo de Kolahala».
Mientras hablaban así, los hombres del rey llegaron a la escuela,
trayendo consigo un palanquín. Yāmunācārya adoró los pies de su guru y subió tranquilamente al
palanquín, preparándose así para el gran debate que estaba a punto de comenzar.
Una gran multitud se había reunido a ambos lados del camino, pues era algo
inaudito que un niño de doce años desafiase al paṇḍit de la corte. Todos querían ver a aquel maravilloso niño. Los
brāhmaṇas, muchos de los cuales
habían sido derrotados por Kolahala, le ofrecían bendiciones, diciendo: «Que
derrotes a ese insolente paṇḍit, al
igual que Viṣṇu, en la forma de un brāhmaṇa
enano, derrotó a Bali Mahārāja, el rey de los asuras».
Mientras tanto, en la corte real surgió una diferencia de opinión entre
el rey y la reina acerca de Yāmunācārya. El rey dijo: «Al igual que un gato
juega con un ratón, Kolahala derrotará y destrozará al niño».
Pero la reina era más considerada, pues comprendía que Yāmunācārya no
era un niño corriente. «Así como una pequeña chispa puede reducir a cenizas una
montaña de ropa —dijo—, este niño destruirá el orgullo cual una montaña de Kolahala».
—¿Cómo puedes creer que eso sea posible? —exclamó el rey, sorprendido—.
Si realmente tienes fe en ese niño, debes hacer una apuesta para respaldar tus
palabras.
—Muy bien —respondió la reina—, haré una apuesta. Si el niño no derrota
y humilla el orgullo de Kolahala, me convertiré en la sirvienta de tu
sirvienta.
—Ciertamente, es una apuesta considerable —dijo el rey—, pero yo la
igualaré. Si, como tú dices, el niño derrota a Kolahala, le daré la mitad de mi
reino.
Mientras el rey y la reina intercambiaban
apuestas de esta manera, el palanquín llegó, y Yāmunācārya entró en el palacio.
Cuando Kolahala le vio, miró a la reina y sonrió sarcásticamente. «Ālabandāra»,
dijo, insinuando: «¿Éste es el niño que me va a derrotar?».
—Sí —respondió la reina tranquilamente—, Ālabandāra. Éste es el que ha
venido a derrotarte.
El debate
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«Le presentaré tres afirmaciones, y, si puede contradecirlas, aceptaré la derrota». |
Una vez ambos contendientes tomaron sus asientos, Kolahala comenzó el
debate planteando a Yāmunācārya algunas preguntas sencillas sobre gramática
sánscrita. Sin embargo, cuando vio que el niño podía responderlas con
facilidad, comenzó a presentar problemas gramaticales verdaderamente difíciles;
pero, aun así, Yāmunācārya los solucionó todos sin ninguna dificultad.
Entonces, Yāmunācārya se dirigió al gran paṇḍit con una burlona sonrisa en sus labios: «Como tan sólo soy un
niño, me insulta haciéndome preguntas muy sencillas. Recuerde que Aṣṭavakra no
era mayor que yo cuando derrotó a Bandī en la corte del rey Janaka. Si juzga la
erudición de una persona por su tamaño, entonces, el búfalo sería un académico
más grande que usted».
Aunque Kolahala escuchó todas estas palabras, controló su ira y
respondió sonriendo: «Buena respuesta. Ahora te toca a ti preguntar».
«Muy bien —respondió Yāmunācārya—, le presentaré tres afirmaciones, y,
si puede contradecirlas, aceptaré la derrota». Kolahala aceptó, y se preparó
para revocar las afirmaciones de Yāmunācārya. «Mi primera declaración es la
siguiente —dijo Yāmunācārya clara y osadamente—: Su madre no es una mujer estéril.
Contradiga esta declaración, si es que puede».
Al escuchar esto, Kolahala permaneció en silencio. «Si mi madre fuera
estéril, yo nunca hubiera podido nacer —pensó—. ¿Cómo es posible contradecir
esa afirmación?». Viendo que Kolahala se había quedado mudo, todos los
cortesanos estaban atónitos. Aunque el gran paṇḍit
trató de ocultar su ansiedad, no pudo impedir que un ligero rubor asomase a sus
mejillas.
Yāmunācārya habló de nuevo: «Señor, si a
pesar de su inteligencia, que todo lo conquista, es incapaz de contradecir mi
primera afirmación, por favor escuche la segunda: El rey Paṇḍya es supremamente
honrado. Contradiga esta afirmación, si es que puede». Al escuchar esto,
Kolahala estaba profundamente perturbado, al sentir su inminente derrota. ¿Cómo
podría negar aquella afirmación del niño, estando el rey sentado frente a él?
De nuevo permaneció en silencio, mientras su cara perdía su color natural y a
duras penas podía controlar su ira.
Yāmunācārya habló de nuevo: «He aquí mi tercera declaración: La esposa
del rey Paṇḍya es tan casta y fiel a su esposo como lo era Sāvitri. Contradiga
esta afirmación, si puede».
Viendo que nuevamente había sido puesto en un aprieto por el inteligente
niño, Kolahala no pudo contener su ira ni un momento más. «¡Sinvergüenza!
—gritó—, ¿cómo podría un súbdito leal decir que su rey no es honrado y que su
reina es infiel a su esposo? Es verdad que no he podido responder a tus
declaraciones, pero eso no quiere decir que haya sido derrotado. Antes debes
contradecir tus propias declaraciones, y, si no eres capaz de ello, tendrás que
morir, ya que tus palabras implican una falta de lealtad hacia tu rey y tu
reina». Cuando Kolahala pronunció estas palabras, todos sus discípulos y
seguidores se pusieron eufóricos, mientras que todos los que estaban de parte
de Yāmunācārya gritaron: «¡No!, ¡Kolahala ha sido derrotado! ¡Simplemente está
desahogando su ira, pues no ha podido contradecir las declaraciones de Yāmunācārya,
tal como había prometido!».
De esta manera, surgió una gran discusión en el palacio, pero, en medio
de aquel enfrentamiento, Yāmunācārya los tranquilizó a todos, diciendo: «Por
favor, dejen de discutir; es innecesario. Yo mismo refutaré mis propias
declaraciones, una por una. Por favor, escúchenme». Al oír aquellas palabras,
todos guardaron silencio y dirigieron su atención hacia Yāmunācārya, preguntándose
cómo sería posible hacerlo sin ofender al rey y a la reina.
«Mi primera declaración —continuó Yāmunācārya—, era que la madre de
nuestro gran paṇḍit no era una mujer
estéril. Sin embargo, en la Manu-saṁhita
se afirma que una mujer que sólo ha tenido un hijo debe considerarse estéril.
Puesto que su madre sólo ha dado a luz a un hijo, incluso aunque sea una
persona de un mérito tan grande como el suyo, según el śāstra debe considerarse que es una mujer estéril.
«En segundo lugar, declaré que el rey Paṇḍya
es perfectamente honrado. No obstante, la Manu-saṁhita
afirma que un rey disfruta del beneficio de una sexta parte de las
actividades virtuosas de sus súbditos, pero también tiene que cargar con una
sexta parte de sus actividades pecaminosas. Debido a que en la actual era de
Kali los hombres son más propensos al pecado que a la piedad, se debe concluir
que nuestro rey, aunque es inmaculado en lo que respecta a su carácter
personal, está soportando la pesada carga de muchas actividades pecaminosas.
«Y en lo que se refiere a mi tercera declaración, afirmaba que la reina
es tan casta y fiel como Sāvitri. Pero una vez más, si consultamos las leyes de
Manu, se dice que el rey es el representante de Agni, Vāyu, Sūrya, Candra,
Yama, Kuvera, Varuna e Indra. Por lo tanto, la reina no está casada sólo con un
hombre, sino que está casada también con estos ocho semidioses. Así pues, ¿cómo
se puede decir que es casta?».
Al escuchar estas sorprendentes respuestas, todos quedaron maravillados,
y la reina, llena de júbilo, gritó: «¡Ālabandāra! ¡Ālabandāra! ¡Ha vencido! ¡Ha
vencido!». El rey inmediatamente se adelantó y abrazó a Yāmunācārya. «Al igual
que con la salida del Sol todas las insignificantes estrellas se desvanecen
—dijo—, de la misma manera, tú, ¡oh, erudito Ālabandāra!, has vencido al
orgulloso Kolahala con tu erudición y tu destreza. Este hombre hace un momento
estaba pidiendo tu muerte; ahora, puedes tratarlo como creas conveniente. Yo
también he prometido darte la mitad de mi reino, como premio a tu victoria, y
cumpliré esa promesa».
Por supuesto, Yāmunācārya perdonó a Kolahala, y, aunque sólo era un niño
de doce años, comenzó inmediatamente a gobernar el reino que había ganado. Así,
sus días de pobreza se acabaron.
Yāmunācārya,
rey
Cuando Yāmunācārya se convirtió en el rey de la mitad del reino de los
Paṇḍyas, algunos de los reyes vecinos vieron esto como una excelente
oportunidad para invadir y saquear sus tierras. Cuando se enteró de esto a
través de sus espías, el rey niño les atacó con un fuerte ejército antes de que
ellos se preparasen, y los obligó a rendirse a él.
De esta manera, expandió sus dominios y
comenzó a gobernar su reino. Desafortunadamente, aunque era un monarca
inteligente y justo, debido a las cuestiones políticas y a los placeres
sensuales que conlleva esa elevada posición, Yāmunācārya se distrajo del camino
de la comprensión espiritual. Olvidó que esta vida no es sino un período
temporal de nuestra existencia eterna, y gradualmente abandonó sus actividades
de devoción a Śrī Viṣṇu.
El ardid de Rāma
Miśra
Mientras tanto, Nāthamuni, el abuelo de Yāmunācārya, dejó este mundo
para regresar a los pies de loto del Señor. Él siempre había sentido un gran
afecto por Yāmunācārya, y estaba muy afligido de saber que su querido nieto
había abandonado el sendero de la devoción para dedicarse al disfrute de los
placeres sensuales. Por lo tanto, cuando estaba en su lecho de muerte, llamó al
principal de sus discípulos, Rāma Miśra, y le manifestó su último deseo: «Mi
querido nieto, Yāmunācārya, que es conocido con el nombre de Ālabandāra, ha
olvidado la grandeza y la gloria de Śrī Viṣṇu, atraído por los placeres
efímeros de este mundo temporal. Ahora, yo estoy preparándome para abandonar
esta vida, y ya no puedo hacer nada para liberarle. Por tanto, es mi último
deseo que salves a mi nieto de la oscuridad de la ignorancia en la que ahora se
halla inmerso. Lo dejo a tu cuidado».
Rāma Miśra, siendo un discípulo muy leal, nunca olvidó esta última
instrucción de su guru māhāraja. De
modo que, varios años después, cuando Yāmunācārya tenía treinta y cinco años,
fue a su palacio con la intención de concertar una entrevista. Sin embargo, al
llegar allí, vio que la puerta del palacio estaba atestada de carros y soldados
de diversos reyes. Incluso poderosos caballeros tenían que esperar durante mucho
tiempo antes de poder tener una audiencia con el poderoso Ālabandāra. Siendo un
pobre mendigo sannyāsī, Rāma Miśra
pudo comprender que tenía muy pocas posibilidades de llegar a ver a Yāmunācārya,
y que tendría que urdir un plan para llevar a cabo su misión.
Además de ser un gran devoto y predicador, Rāma
Miśra era muy erudito en la ciencia del Āyur-veda.
Existe un cierto tipo de espinaca, conocida con el nombre de tuduvalai, que crece en el sur de la India. La tuduvalai es famosa porque hace que se
desarrollen en quien la toma las cualidades de la bondad, haciendo que
su mente se pacifique y se serene. Rāma Miśra descubrió que cerca del palacio
crecían algunas de estas plantas. Recogió las hojas verdes y se las llevó al
cocinero principal de la cocina real.
Rāma Miśra dijo al cocinero: «Que Śrī Nārāyaṇa te bendiga. Te ruego que,
por favor, sirvas cada día estas hojas de tuduvalai
al rey, ya que es bien sabido que es un hombre muy piadoso. Por comer estas
espinacas desarrollará sus cualidades bondadosas y además la duración de su
vida aumentará. Cada día te traeré algunas». El cocinero resultó ser un hombre
piadoso que conocía el valor de la planta tuduvalai,
y aceptó contento la propuesta de Rāma Miśra.
Así, cada día, durante dos meses, Rāma Miśra llevó las hojas verdes de
la planta tuduvalai a la cocina real,
y cada día éstas eran servidas a Yāmunācārya, a quien le gustaban mucho.
Entonces Rāma Miśra un día se abstuvo de ir. Cuando el rey vio que en su plato
favorito no había tuduvalai, llamó al
cocinero. «¿Por qué no me has cocinado hoy espinacas?», preguntó.
—Su majestad —respondió el cocinero—, hoy no vino el sādhu que usualmente trae las espinacas.
—¿Quién es ese sādhu, y qué pide
a cambio de su servicio? —preguntó Yāmunācārya.
—Mi señor —respondió el cocinero—, yo no sé el nombre ni el paradero de
ese sādhu. Él no acepta nada a cambio
de su servicio, y lo hace únicamente debido al amor y el aprecio que siente
hacia su majestad.
Al escuchar esto, Ālabandāra dijo al cocinero:
—Si vuelve ese hombre, muéstrale el debido respeto y tráelo ante mí.
Al día siguiente, Rāma Miśra llevó de nuevo las hojas de tuduvalai a la puerta de la cocina, y el
cocinero inmediatamente lo llevó ante Yāmunācārya. Viendo ante él al piadoso brāhmaṇa, el rey se sentó muy
complacido, y dijo: «Santo sabio, yo soy tu sirviente. Por favor, acepta mis
reverencias a tus pies. He escuchado que cada día recoges para mí tuduvalai y no aceptas nada a cambio de
ese servicio. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?».
Al escuchar esto, Rāma Miśra dijo: «Tengo
algo muy importante que decirte, pero debe ser en privado». Cuando el rey pidió
al cocinero que se marchara, continuó: «Hace algunos años, tu abuelo, el
renombrado Nāthamuni, dejó este mundo y regresó a Vaikuṇṭha. Pero antes de
partir me confió un valioso tesoro para que te lo entregase a su debido tiempo.
Ahora te pido que aceptes ese tesoro».
Yāmunācārya se sintió muy complacido al escuchar estas palabras, pues en
ese entonces estaba preparando una campaña contra un rey rebelde y tenía gran
necesidad de dinero. Consciente de que su abuelo había sido una persona de
asombrosos poderes, no dudó de las palabras del sādhu. Con gran deleite dijo a Rāma Miśra: «Señor, ciertamente eres
una persona muy santa, al ser tan renunciado y no haberte quedado con ese
tesoro para ti. Ahora, por favor, dime dónde se encuentra».
Rāma Miśra respondió: «Si me sigues, te llevaré a ese lugar. Está
guardado tras siete muros, entre dos ríos, y está custodiado por una gran
serpiente. Cada doce años, un demonio viene del sur para inspeccionar el
tesoro, que está protegido por un mantra.
A través del poder del mantra, el
tesoro te será revelado».
De hecho, el tesoro que describía Rāma Miśra era la belleza de Śrī Raṅganātha,
la Deidad que
reside dentro de un templo rodeado por siete murallas, en una isla en el río
Kaverī. La serpiente es el lecho de Ananta-Śeṣa, en la que el Señor Se
recuesta. Se dice que esta Deidad fue instalada por Vibhīṣaṇa, el hermano de Rāvaṇa,
y que cada doce años va a Raṅgakṣetra a adorar al Señor. El poderoso mantra es el santo nombre del Señor,
mediante el cual es posible obtener la visión trascendental necesaria para
poder percibir que la Deidad
no es diferente del propio Señor.
La
conversión de Yāmunācārya
Sin embargo, Ālabandāra no podía comprender
el verdadero significado de las palabras de Rāma Miśra, y, ansioso de conseguir
el tesoro, dijo:
—Estoy dispuesto a ir allí inmediatamente junto con cuatro divisiones de
mi ejército. Por favor, sé nuestro guía.
—Es mejor que vayamos solos —respondió Rāma Miśra—, no es aconsejable
que se reúnan muchas personas en ese lugar.
El rey aceptó la propuesta, y, habiendo
tomado las medidas necesarias para la administración del reino en su ausencia,
se preparó para ir con el sādhu.
Dejando atrás la ciudad de Madurai, viajaron hacia el norte. Al mediodía,
mientras descansaban
protegiéndose del calor del Sol, Rāma Miśra comenzó a recitar los versos de la Bhagavad-gītā.
Habían pasado muchos años desde que Yāmunācārya había leído y estudiado
esa gran Escritura, y mientras había ocupado la posición de rey, las sublimes
enseñanzas de la Gītā se habían ido
muy lejos de su corazón. Pero ahora, a medida que escuchaba la dulce voz de Rāma
Miśra poniendo de manifiesto las palabras de Śrī Kṛṣṇa, comenzó a comprender la
naturaleza ilusoria de su posición como rey y a darse cuenta de que había
dejado a un lado el verdadero objetivo de la vida. Cuando Rāma Miśra terminó de
cantar los dieciocho capítulos de la Bhagavad-gītā,
Yāmunācārya cayó a sus pies rogándole: «Por favor, acéptame como tu sirviente,
para que de ese modo pueda saborear continuamente el dulce néctar de las
palabras de Śrī Kṛṣṇa. Ahora, a medida que te escucho, todos los placeres de mi
vida mundana me parecen insignificantes».
Al escuchar esto, Rāma Miśra sonrió y dijo: «Si tienes unos días libres,
¿por qué no te quedas unos días aquí y estudias la Gīta conmigo?».
Ahora que en el corazón del rey había resurgido un gusto por el
verdadero sabor de la vida, su interés por los asuntos materiales había
disminuido. «De todos los deberes que pueda tener en este mundo —respondió—, el deber más importante de
todo hombre es comprender el verdadero significado de la Bhagavad-gītā».
Así, permanecieron en aquel lugar solitario casi una semana, y cada día Rāma
Miśra hablaba sobre las sublimes enseñanzas de la Gīta, mientras Yāmunācārya escuchaba atentamente. Con cada palabra
del sādhu, el apego del rey por su
opulencia material disminuía. Esto es natural, pues una vez que una persona se
vuelve consciente de la gloria y dulzura del Señor Supremo, Śrī Kṛṣṇa, en
comparación, los placeres de este mundo parecen inútiles o despreciables.
Cuando Rāma Miśra llegó al Verso Octavo del Capítulo Doce, recitó, con la voz
entrecortada por las lágrimas:
mayy eva
mana ādhatsva
mayi buddhiṁ
niveśaya
nivasiṣyasi
mayy eva
ata ūrdhvaṁ
na saṁśayaḥ
[Bg. 12.8]
«Simplemente fija tu mente en Mí, la Suprema Personalidad
de Dios, y ocupa toda tu inteligencia en Mí. Así, siempre vivirás conmigo, sin
ninguna duda».
Al escuchar este maravilloso verso, Yāmunācārya se llenó de
remordimiento y exclamó: «¡Oh! ¡Ay de mí! Todos estos años he malgastado mi vida,
con mi mente y mi inteligencia absortas en pensamientos de disfrute y riqueza.
¿Cuándo llegará el día en que pueda ser capaz de apartar esas cosas inútiles de
mi corazón y fijar por completo mi mente en los pies de loto de Śrī Kṛṣṇa?».
Al escuchar aquellos sentimientos tan puros, Rāma Miśra consoló al rey,
diciendo: «Majestad, tu mente pura reposa sólo en los pies de loto del Señor.
Sólo por un corto período de tiempo ha sido cautivada por deseos mundanos, al
igual que una pequeña nube oscurece los rayos del Sol durante un pequeño
período de tiempo. Ahora, esa nube casi se ha ido, y el Sol brillará de nuevo y
disipará la oscuridad de tu corazón».
En ese instante, Ālabandāra decidió que no quería tener nada más que ver
con la vida materialista, y por lo tanto, dijo a Rāma Miśra: «Ahora, todo lo
que deseo es ser tu discípulo, así que no necesito la riqueza dejada por mi
abuelo».
—Pero yo di mi palabra a Śrī Nāthamuni —respondió Rāma Miśra—, así que
tengo que darte el tesoro para cumplir con mi voto. Ahora, continuemos juntos
nuestro viaje».
Después de caminar durante cuatro días, llegaron a orillas del río Kaverī,
y al día siguiente cruzaron a la isla en que se encuentra el sagrado templo de Śrī
Raṅganātha. Rāma Miśra llevó a Yāmunācārya a través de las seis puertas
exteriores hasta que llegaron a la puerta de la sala del templo. Entonces, Rāma
Miśra dijo: «Frente a nosotros, tendido en el lecho de Ananta-Śeṣa, está el
tesoro que era la única propiedad de tu abuelo, Śrī Raṅganātha, la más bella de
todas las personalidades, el Señor de Lakṣmī-devī».
Al escuchar estas palabras, Yāmunācārya fue
corriendo hacia la Deidad
y cayó inconsciente a Sus pies. Desde ese día ya no deseó más reasumir su
posición como rey. Recibió iniciación de Rāma Miśra y pasó el resto de sus días
totalmente absorto en el servicio de Śrī Raṅganātha. Una parte de su reino fue
devuelta a los reyes Paṇḍya, y otra parte la entregó para el servicio de Śrī Raṅganātha.
Recibió de su guru el mantra de ocho sílabas —oṁ namo nārāyaṇāya—, y cantando ese mantra alcanzó el nivel más elevado de
devoción amorosa hacia el Señor. Siguiendo las órdenes de Rāma Miśra, aprendió
el arte del yoga místico y la
meditación de labios de Śrī Kurakānātha, a quien Śrī Nāthamuni había instruido
personalmente.
Tras la partida de este mundo de su guru,
Ālabandāra fue reconocido como la cabeza de la comunidad vaiṣṇava. Mientras era ācārya
en Śrī Raṅgam, escribió cuatro libros de filosofía vaiṣṇava, así como muchas oraciones en glorificación del Señor
Supremo. Especialmente, estaba dedicado a los escritos de su antecesor Nāmmālvāra,
los cuales recitaba constantemente y enseñaba a todos sus discípulos.
Finalmente, el rey de los Cholas y su esposa también se convirtieron, y se
consagraron a la adoración de Śrī Viṣṇu. Todos los devotos del sur de la India veneraban a Yāmunācārya
por su renunciación, erudición, humildad y devoción constante e inquebrantable.
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