El masaje de la tarde no era tan minucioso como el de antes del
mediodía. Era apenas masajear sus piernas desde la rodilla hasta los pies, y
luego también los pies y los dedos. Él enseñaba la técnica. Decía que le daba
algo de alivio. En esos momentos estaba más inclinado a meditar. ¿Dormía? A
veces. O hablaba algo. Era posible que el sirviente tuviese que quedarse
despierto un tiempo considerable. Usualmente era en un cuarto oscuro. En
Australia, al final del día, después de que él y los devotos habían marchado
una gran distancia con el Ratha-yātrā (el Festival de las Carrozas), Prabhupāda
felicitó a su sirviente por su danza tan agradable en el desfile. Fue también
durante un masaje nocturno que le contó a otro sirviente la historia de cómo de
niño recibió, de Inglaterra, un par de zapatos especiales, un regalo de su
padre. También traía a discusión temas de filosofía, y la inhabilidad de los mūḍhas (asnos) para entenderla.
Para nosotros, Prabhupāda era un océano de misticismo. Sus
declaraciones no estaban bajo nuestro control. Sin embargo, tratábamos de estar
tan cerca como nos fuese posible, a su lado, tocando su cuerpo, conectados por
el diálogo, de manera que se volviese tangible para nosotros. Y sin embargo era
como un océano místico, y su pureza un aislamiento para aquellos que éramos impuros.
Uno ni siquiera se atrevía a pensar, «¿En qué estará pensando Prabhupāda?».
En el cuarto oscuro, durante el masaje de la noche, su sirviente solía
querer descansar. Ahora probablemente considere qué necio fue. Si tuviese otra
oportunidad, ¿sería el mismo necio? A nadie le gusta ser sirviente; todos
queremos ser el amo. Pero Prabhupāda nos vigilaba. Nos hizo devotos.
Satsvarūpa dāsa Goswami
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