Capítulo Seis



CAPÍTULO SEIS

 Instrucciones a los discípulos

   Kureśa era uno de los discípulos más íntimos de Rāmānuja, y siempre estaba absorto pensando en cómo podía ayudar a su guru en la labor de prédica. Procedía de una rica familia brāhmaṇa de Kuragrahara, una pequeña aldea cerca de Kāñcīpuram. Como era de hecho el terrateniente de toda el zona que rodeaba la ciudad de Kura, se le conocía con el nombre de Kureśa, el amo de Kura. Se casó con una joven de muy buenas cualidades llamada Āṇḍal, y juntos utilizaron la inmensa riqueza que él había heredado dedicándola a obras de caridad, ayudando a toda la gente pobre de aquella zona.

    Había conocido a Rāmānuja desde su niñez, y siempre le admiró como una de las personalidades más excelsas. Cuando Yatirāja entró en la orden de sannyāsa, Kureśa y Āṇḍal estuvieron entre sus primeros discípulos. Kureśa era muy conocido como un gran erudito, pues cualquier cosa que oía, aunque sólo fuese una vez, podía recordarla para siempre. Fue con su ayuda, como hemos visto anteriormente, que Yādavaprakaśa fue derrotado y se volvió devoto.

    Desde el amanecer hasta la medianoche, las puertas de la casa de Kureśa permanecían abiertas, y cualquier hombre pobre que fuese allí recibía regalos como caridad. Una vez, Lakṣmīdevī, la consorte del Señor Varadarāja, al oír que las puertas de la casa de Kureśa se cerraban, le preguntó a su sirviente, Kāñcīpūrṇa, de dónde provenía aquel sonido. Entonces, Kāñcīpūrṇa explicó a Madre Lakṣmī todas las actividades de Kureśa. «Desde el principio del día hasta la medianoche se presta allí servicio a los pobres, a los cojos y a los ciegos —le dijo—. Después, las puertas de la casa se cierran hasta la mañana siguiente, para que Kureśa y su esposa Āṇḍal puedan descansar un poco. Lo que acabas de oír fue el sonido de las puertas al cerrarse». Al escuchar las palabras de Kāñcīpūrṇa, Lakṣmīdevī sintió gran deseo de ver a Kureśa, y le pidió que al día siguiente trajese a aquel devoto ante Su presencia.

    Al día siguiente muy temprano, cuando Kāñcīpūrṇa vio a Kureśa, le informó de los deseos de la diosa de la fortuna. Kureśa estaba perplejo, y respondió: «¿Quién soy yo? No soy más que un hombre desagradecido y malvado, y Lakṣmīdevī es la madre del universo y recibe la adoración incluso de Brahmā y Śiva. Se dice que un caṇḍāla no puede entrar en el templo, y yo, contaminado como estoy por mi riqueza, soy incluso más bajo que cualquier caṇḍāla. Por lo tanto, ¿cómo puedo presentarme ante Madre Lakṣmī?».

La renuncia de Kureśa

   Después de hablar de esta manera, Kureśa regresó a su casa, y tras quitarse sus costosas ropas y ornamentos, se vistió con los harapos de un mendigo. Después fue a ver de nuevo a Kāñcīpūrṇa. «¡Oh, Mahātmā! —dijo—, yo no puedo desobedecer la orden de la consorte del Señor Nārāyaṇa, pero no es posible para mí presentarme ante Ella ahora, contaminado como estoy por la opulencia y la riqueza. Por lo tanto, me refugiaré en mi guru, Yatirāja, y me purificaré bañándome en el agua que ha lavado sus pies. ¿Quién sabe?; si puedo recibir la misericordia de grandes almas como tú, entonces podré ver los pies de loto de Madre Lakṣmī incluso en esta vida».
    Así pues, Kureśa partió aquel mismo día hacia Śrī Raṅgam, seguido de cerca por Āṇḍal. Ella también había abandonado todo vestigio de opulencia, conservando solamente una copa de oro, con la cual ofrecía agua a su marido cuando estaba sediento. Tras viajar por algún tiempo, entraron en un oscuro bosque, y Āṇḍal comenzó a tener miedo. «Mi señor —dijo a su esposo—, ¿hay algo que debamos temer en este desolado lugar?».
    «Es sólo la riqueza lo que causa el temor —contestó Kureśa—. Si no tienes dinero ni riqueza, no hay nada que temer». Al oír esto, Āṇḍal inmediatamente arrojó lejos la copa de oro.
    Al día siguiente, llegaron a Śrī Raṅgam. Cuando Rāmānuja se enteró, enseguida hizo que les trajesen al āśrama. Más tarde, después de que descansaran y tomaran prasādam, les acomodó en una casa cercana.
    Desde entonces, Kureśa vivió en Śrī Raṅgam, manteniéndose mendigando de puerta en puerta. Aunque había estado acostumbrado a vivir rodeado de las mayores opulencias y ahora se encontraba en una condición muy pobre, se consideraba sumamente afortunado, pues ahora podía pasar sus días cantando el santo nombre, hablando sobre las Escrituras, y sirviendo los pies de su guru. Āṇḍal también estaba completamente satisfecha en la situación en que se encontraba, y nunca se lamentó por la riqueza que habían abandonado. Durante su estancia en Śrī Raṅgam, Kureśa escribió dos libros, un comentario sobre el Sahasra-gīti, y otra obra, titulada Kureśa-vijaya.

La pureza de la devoción de Kureśa

   Una vez, durante la estación de las lluvias, hubo un aguacero tan torrencial que impidió a Kureśa salir a mendigar, de modo que él y su esposa ayunaron todo el día. A Kureśa no le molestaba el hambre, pero Āṇḍal, que siempre estaba absorta en servir a su esposo, se sentía muy triste de verle sin comida. Mentalmente, comenzó a orar al Señor Raṅganātha para que proveyese algo para Su devoto, Kureśa. Poco más tarde llamaron a la puerta, y uno de los sacerdotes del templo entró con un plato de mahā-prasādam que les traía como regalo.
    Cuando el sacerdote se fue, Kureśa preguntó a su esposa: «¿Le has pedido al Señor Raṅganātha que nos diese de comer? ¿Por qué sino habría enviado Él unos alimentos tan opulentos, cuyo sabor puede reavivar nuestros deseos materiales?».
    Después de que Āṇḍal, avergonzada, confesara lo que había hecho, Kureśa le instruyó: «No es correcto que el Señor Se vuelva nuestro sirviente. Lo que ha sido hecho ya no tiene remedio, pero, por favor, nunca vuelvas a hacer una cosa así». Tras decir esto, tomó una pequeña porción de mahā-prasādam, y le dijo a su esposa que tomase el resto.

Nacimiento de los hijos de Kureśa

   Un año más tarde, Āṇḍal dio a luz a dos mellizos. Yatirāja se sintió muy contento al enterarse de la noticia, y envió a Govinda para que llevase a cabo el jatā-karma, la ceremonia de nacimiento. Cuando la ceremonia acabó, Govinda susurró dos mantras a los oídos de ambos bebés: śrīmān-nārāyaṇa-caraṇau śaraṇaṁ prapadye, «Yo me refugio a los pies del Señor Nārāyaṇa», y śrīmate nārāyaṇaya namaḥ, «Yo ofrezco reverencias al Señor Nārāyaṇa».

    Como regalo para los niños, Rāmānuja había hecho forjar en oro las cinco armas del Señor Viṣṇu —la caracola, el disco, la maza, la espada y el arco—, para que los bebés, al llevarlas sobre su cuerpo, estuvieran protegidos de fantasmas y espíritus malignos. Después de seis meses, Yatirāja llevó a cabo la ceremonia de concesión de nombre para los hijos mellizos de Kureśa, a quienes llamó Parāśara y Vyāsa, y también para el hijo del hermano menor de Govinda, a quien dio el nombre de Parankuśa-pūrṇa.
    Rāmānuja había hecho tres votos ante el cuerpo de Yāmunācārya: escribir un comentario Vaiṣṇava sobre los Vedanta-sūtras, predicar la filosofía del servicio devocional por toda la India, y dar a un discípulo el nombre de Parāśara, en honor del orador del Viṣṇu Puraṇa. Ahora, los tres votos estaban cumplidos.

Parāśara y el paṇḍita

   Desde muy temprana edad, Parāśara dio muestras de su gran inteligencia y su extraordinario carácter. Cuando tenía sólo cinco años de edad, un famoso paṇḍita de nombre Sarvajña Bhaṭṭa pasó por la carretera frente a la casa de Kureśa, acompañado por muchos discípulos que tocaban tambores y proclamaban las glorias del gran erudito.
    Uno de los discípulos anunció: «Aquí está el inigualable paṇḍita, Sarvajña Bhaṭṭa. Todos los que deseen convertirse en sus discípulos pueden venir a sus pies sin demora». Al escuchar esto, el niño Parāśara se acercó al paṇḍita, llevando en su mano un puñado de arena. Deteniéndose ante el gran erudito, el niño se dirigió a él de una forma muy atrevida: «Quiero ver si puedes decirme cuántos granos de tierra hay en mi mano. Si realmente eres Sarvajña, entonces debes saberlo todo».
    Al paṇḍita le sorprendió mucho oír la pregunta de Parāśara, pero mientras pensaba en las palabras del niño pudo ver claramente sus propios defectos, pues estaba cubierto por el orgullo y la vanidad. Tomando al niño en su regazo, Sarvajña lo besó en la frente y dijo: «Hijo mío, tú eres en verdad mi guru. Tu pregunta me ha hecho ver lo tonto que era al estar tan orgulloso por el conocimiento que había adquirido».

    Parāśara y Vyāsa fueron grandes devotos del Señor Nārāyaṇa y se consagraron al servicio de Yatirāja. Siguiendo las instrucciones de Rāmānuja, Parāśara se casó con dos hijas de la familia de Mahāpūrṇa.

La procesión del Señor Raṅganātha

   El día del festival de Garuḍa, miles de personas se reunieron en Śrī Raṅgam para ver a la Deidad. Una gran multitud afluyó hasta la puerta del templo, pues ese día el Señor Raṅganātha sale del templo y pasea por la ciudad sobre un palanquín que tiene la forma de Su portador, Garuḍa. Los tambores resonaban y las banderas ondeaban, mientras largas hileras de brāhmaṇas cantaban los himnos de los Vedas para hacer que la ocasión fuese doblemente auspiciosa.
    Súbitamente, la expresión de los rostros de la multitud que esperaba se hizo aún más expectante, al ver que los recitadores de los Vedas comenzaban a avanzar y una procesión salía del patio interior. Primero apareció una brillante bandera roja, situada entre dos largos palos de bambú y decorada con los emblemas de la caracola, el disco y el tilaka vaiṣṇava. Detrás de los brāhmaṇas salieron varios elefantes decorados, todos ellos marcados con tilaka en la frente, moviéndose hacia delante con un paso majestuoso y balanceando sus trompas de un lado a otro. Detrás de los elefantes salió una procesión de carros de bueyes y caballos alegremente decorados y llevando grandes tambores sobre sus lomos. Después, toda la multitud se estremeció de júbilo al ver salir a un grupo de devotos cantando el santo nombre del Señor Hari y acompañando su canto con tambores y címbalos.
    Inmediatamente después del grupo de kīrtana apareció el Señor Raṅganātha, subido a lomos de Garuḍa y acompañado de Su eterna consorte, Lakṣmīdevī. El palanquín era transportado por cientos de devotos, mientras los sacerdotes abanicaban al Señor con muchos abanicos cāmara, y expertos cantantes entonaban bhajans alabando Sus gloriosos pasatiempos. Al ver salir al Señor, la multitud se arremolinó alrededor de la puerta lanzando ovaciones de alegría.
    Frente a la puerta se había construido un pabellón, y el Señor descansó allí unos instantes antes de continuar Su recorrido. En aquel momento, cientos de devotos aprovecharon la oportunidad para ofrecerle sus regalos: cocos, bananas y aromáticas lámparas de alcanfor. Después de un rato, la procesión continuó, y el sonido del canto de los himnos védicos llevado a cabo por los brāhmaṇas podía oírse en todas las direcciones.
    Mientras el Señor Se desplazaba por las calles, las amas de casa aparecían en las puertas y ventanas y entregaban frutas, flores y nueces de betel a los sacerdotes, para que éstos a su vez las ofreciesen a los pies de loto del Señor. Tras hacer las ofrendas, devolvían el prasāda a las mujeres, que eran bendecidas recibiendo en sus cabezas el toque de uno de los yelmos del Señor. Mientras la procesión continuaba, los ojos de todos los presentes estaban fijos en el Señor Nārāyaṇa y en Lakṣmīdevī, y todos los corazones estaban llenos de devoción.

El encuentro de Dhanurdāsa con Rāmānuja

  
Aunque mucha gente cuchicheaba y otros hacían
jocosos comentarios al ver tal muestra de afecto
en público, el muchacho no se daba cuenta, tan grande
era su atracción por la belleza de la muchacha.
Sin embargo, caminando entre la multitud había un hombre que se comportaba de una forma completamente distinta. Era alto y atractivo, con anchos hombros, y parecía vagar sin ningún propósito en particular, siendo arrastrado por la multitud. Con su mano izquierda sostenía un parasol decorado con el cual protegía de los rayos del Sol a una hermosa joven. En su mano derecha llevaba un abanico, que movía constantemente para disipar cualquier molestia que ella pudiese sentir debido al calor del Sol.
    Parecía que la atención del joven estaba tan absorta en la belleza de su joven amiga que era inconsciente de todo lo que estaba sucediendo a su alrededor. Aunque mucha gente cuchicheaba y otros hacían jocosos comentarios al ver tal muestra de afecto en público, el muchacho no se daba cuenta de todo esto, tan grande era su atracción por la belleza de la muchacha.
    Tras bañarse en el Kaverī y adorar al Señor Raṅganātha, Yatirāja regresaba a su āśrama acompañado de sus discípulos, cuando se dio cuenta de la presencia del joven, que caminaba junto a su compañera al otro lado del camino. «Dāśarathi —dijo a su discípulo—, ve y pídele a ese hombre, que está desprovisto de vergüenza y pudor, que venga a verme».
    Rápidamente, Dāśarathi cruzó la calle y se dirigió al joven, pero éste estaba tan absorto en la belleza de la muchacha que tuvo que llamarle varias veces hasta que se percató de su presencia. Ligeramente confuso, como un hombre a quien se acaba de despertar de un profundo sueño, el joven se dio cuenta de la presencia del brāhmaṇa y, uniendo sus palmas como señal de respeto dijo: «Señor, ¿en qué puedo servirle?».
    «Allí está Yatirāja, el gran devoto del Señor Nārāyaṇa —respondió Dāśarathi—, y es su deseo hablar contigo. Por favor, ven conmigo un momento».
    Al escuchar el nombre del famoso ācārya, el joven abandonó a la muchacha y acompañó a Dāśarathi hasta el otro lado del camino, donde estaban los devotos. Tras postrarse a los pies de Yatirāja, permaneció en silencio ante de él, preguntándose por qué este sabio tan famoso quería hablar con él. Por fin, Rāmānuja dijo:
    —¿Qué néctar has encontrado en esa joven, que te ha llevado a abandonar toda vergüenza y pudor? ¿No te has dado cuenta de que, por actuar de esa forma, te has convertido en el hazmerreír de toda la ciudad de Śrī Raṅgam?
    —¡Oh, Mahātmā! —contestó el joven—, he visto muchas maravillas en este mundo, pero nada que pueda ni siquiera compararse a la encantadora belleza de los luminosos ojos de esa muchacha. Cuando los veo, siento tal atracción que no puedo apartar mis ojos de ella.
    —¿Es ella tu esposa?— preguntó Yatirāja.
    —No, no está casada conmigo— respondió el joven—, pero, aun así, nunca amaré a otra mujer.
    —¿Cuál es tu nombre?— preguntó Yatirāja.
    —Mi nombre es Dhanurdāsa— contestó—, y soy natural del pueblo de Nichulanāgara, donde soy famoso por mi habilidad en la lucha. El nombre de la muchacha es Hemāmba».
    —Dhanurdāsa— dijo Yatirāja—, si te muestro un par de ojos todavía más bellos que los de tu amada, ¿dejarás a esa mujer y amarás a esa otra persona?
    El luchador respondió:
    —¡Oh, gran alma!, si es posible encontrar un par de ojos más cautivadores que los de mi Hemāmba, yo sin duda la abandonaré y en su lugar adoraré a la mujer que los posea.
    —Entonces, ven esta tarde a mi āśrama —concluyó Yatirāja— y quizás podamos solucionar este asunto.
    —Como digas —respondió Dhanurdāsa respetuosamente. Después, volvió a donde le esperaba la mujer, y continuó caminando junto a ella, sosteniendo el parasol sobre su cabeza.

La liberación de Dhanurdāsa

   Aquella noche, Rāmānuja salió del āśrama acompañado por Dhanurdāsa, y caminó con él un corto trecho, hasta llegar a la puerta exterior del templo del Señor Raṅganātha. Tras cruzar todas las puertas exteriores, finalmente llegaron ante la Deidad del Señor. Justamente en aquel momento acababa de comenzar el āraṭi, y el sacerdote estaba ofreciendo una fragante lámpara de alcanfor al Señor y a Su consorte Lakṣmīdevī. Aunque la sala interior del templo estaba oscura, pues estaba rodeada de muros por todas partes, cuando la lámpara fue ofrecida ante el Señor Raṅganātha, su llama refulgente iluminó los rasgos trascendentales del Señor y se reflejó en Sus hermosos ojos de loto dorados.
    Cuando Dhanurdāsa vio esta revelación de la divina forma del Señor, permaneció transfigurado, mirando sin parpadear a los ojos de Śrī Viṣṇu, a quien se conoce con el nombre de Aravindākṣa. De repente, lágrimas de amor comenzaron a correr por sus mejillas, mientras saboreaba el verdadero disfrute que sólo se encuentra en el mundo espiritual. En un instante, toda su atracción por los falsos placeres de esta existencia mundana se disipó, como las estrellas ante la salida del Sol.
    Después de un rato, Dhanurdāsa recobró la compostura y, volviéndose hacia Rāmānuja, cayó a sus pies, diciendo: «Por tu misericordia sin causa, has dado al más lujurioso de los hombres placeres que  buscan incluso los semidioses del cielo. Ahora, soy tu sirviente para siempre. Como un búho en la noche, me había apartado del Sol, atraído por el brillo de una luciérnaga. Ahora, tú has abierto mis ojos; por lo tanto, eres mi maestro».
    Rāmānujācārya levantó a Dhanurdāsa y le abrazó con fuerza. Desde aquel momento, el joven luchador abandonó todo su enredo en los asuntos materiales, y se volvió un devoto puro del Señor Nārāyaṇa. Hemāmba, por su parte, aunque cortesana de profesión, había considerado a Dhanurdāsa como su marido. A pesar de su pecaminosa ocupación, era en realidad una gran devota del Señor Nārāyaṇa. Por lo tanto, al de saber la transformación que Dhanurdāsa había sufrido, se sintió muy feliz, y también fue a entregar su vida a los pies del misericordioso ācārya.
    Yatirāja dispuso lo necesario para su matrimonio, y, con sus instrucciones puras, eliminó de sus corazones toda contaminación de lujuria. Ellos abandonaron Nichulanāgara y fueron a Raṅgakṣetra, donde alquilaron una casa muy cerca del āśrama de Rāmānuja. De esta forma, tenían la oportunidad de estar con su maestro espiritual y oír de sus labios las nectáreas enseñanzas vaiṣṇavas.

La envidia de los discípulos brāhmaṇas

   Debido a su devoción por su guru, su humildad, su honestidad y su agradable forma de hablar, todos comenzaron a respetar a Dhanurdāsa. Con el fin de mostrar que es el comportamiento de una persona lo que se debe considerar, y no su cuna, Rāmānuja cogía del brazo a Dhanurdāsa mientras regresaban del Kaverī, aunque cuando iba hacia el río se cogía del brazo de Dāśarathi, un brāhmaṇa de nacimiento. Cuando los jóvenes discípulos de Yatirāja observaron los tratos íntimos de su guru con una persona de bajo nacimiento, algunos de ellos se perturbaron, e incluso se atrevieron a decir que su comportamiento no era adecuado.

    Comprendiendo la confusión que albergaban los corazones de sus discípulos, Rāmānuja decidió darles una lección que les haría entender correctamente el carácter de un vaiṣṇava. Una noche, mientras todos dormían, Rāmānuja se levantó y cortó una tira de todos los dhotis que estaban secándose. A la mañana siguiente, cuando los brāhmaṇas se dieron cuenta de lo que había sucedido, surgió entre ellos una gran discusión, en la que se cruzaron acusaciones e insultos mutuos. Finalmente, Yatirāja tuvo que intervenir personalmente para restablecer la calma.

Los brāhmaṇas aprenden una lección

   Aquella tarde, Rāmānuja llamó a varios de sus discípulos, y les dijo:
«Estoy seguro de que todos habéis podido observar que mi discípulo Dhanurdāsa está viviendo como un hombre de familia apegado, mientras aparenta ser un gran devoto. Esta tarde, como de costumbre, él vendrá a hablar conmigo. Mientras yo le entretengo aquí, hablando de las Escrituras, debéis ir a su casa y robar las joyas que con tanta afición guarda para adornar a su esposa. Así, podremos ver claramente la magnitud de sus apegos».
    Los discípulos aceptaron contentos la propuesta, y tan pronto como Dhanurdāsa llegó al āśrama se pusieron en camino para llevar a cabo la orden de su guru. Cuando llegaron a la casa, encontraron a Hemāmba durmiendo dentro. Como la puerta no estaba cerrada, pudieron entrar sin dificultad. Después, silenciosamente, y con toda la suavidad posible, comenzaron a quitarle a la esposa de Dhanurdāsa todos sus ornamentos dorados. En realidad, Hemāmba no estaba durmiendo, y era plenamente consciente de todo lo que ocurría, pero aparentó estar inmersa en un profundo sueño, para no causar ninguna perturbación a los brāhmaṇas.
    Cuando le habían quitado todas las joyas de un lado de su cuerpo, Hemāmba se dio la vuelta fingiendo dormir, para que así los brāhmaṇas también pudiesen coger las joyas que adornaban la otra parte de su cuerpo. Sin embargo, en aquel momento, los brāhmaṇas se alarmaron y, temiendo que fuera a despertarse, abandonaron inmediatamente la casa y regresaron al āśrama. Allí informaron de lo ocurrido a Rāmānuja, quien llamó a Dhanurdāsa y le dijo que debía volver a casa, pues ya era muy tarde.
    Cuando el luchador se fue, Rāmānuja instruyó a sus discípulos: «Ahora, seguid a Dhanurdāsa hasta su casa, y así podréis ver cuál es la reacción de Dhanurdāsa ante la gran pérdida que han sufrido él y su esposa».
    Los jóvenes siguieron la orden de su guru, y cuando Dhanurdāsa entró en su casa, se quedaron observando y escuchando desde un lugar oculto muy cercano. Al entrar en la casa, Dhanurdāsa enseguida se dio cuenta del aspecto anormal de su esposa, y preguntó:
    —¿Cómo es que estás usando joyas sólo en un lado?, ¿dónde están las otras?
    —Unos brāhmaṇas vinieron mientras tú estabas fuera —contestó Hemāmba—. Sin duda, debido a su extrema pobreza, se han visto forzados a actuar como ladrones. En aquel momento, yo descansaba, repitiendo mentalmente los nombres del Señor, pero ellos pensaron que estaba dormida y entraron en la habitación, y cogieron todas las joyas de un lado. Cuando terminaron de hacerlo, yo me di la vuelta, para que pudiesen coger el resto de mis joyas, pero, desgraciadamente, ellos se alarmaron por mi movimiento y huyeron de la casa.
    «Fue un error de tu parte —exclamó Dhanurdāsa—. Aún no estás totalmente libre de la ilusión, porque estabas pensando: "Estas joyas son mías. Las regalaré". ¿Cuando abandonarás esa idea y te darás cuenta de que todo es propiedad del Señor Nārāyaṇa? Si no te hubieses movido, hubieses podido dárselo todo a los brāhmaṇas.
    Hemāmba reconoció su falta, y pidió a su esposo:
    —Por favor, bendíceme para que algún día pueda liberarme de esta ilusión.
    Tras presenciar todo esto, los jóvenes brāhmaṇas regresaron al āśrama y explicaron a Rāmānuja el comportamiento de aquella pareja de devotos. Puesto que ya era muy tarde, les dijo que fueran a descansar, pero al día siguiente habló ampliamente del asunto con ellos cuando se reunieron ante él para estudiar las Escrituras. «Todos vosotros sois muy eruditos —dijo—, pero estáis muy orgullosos de vuestra posición como brāhmaṇas. Así pues, decidme cuál es el comportamiento más correcto para un brāhmaṇa, ¿el que vosotros mostrasteis ayer por la mañana, cuando encontrasteis vuestras ropas un poco más cortas, o el de Dhanurdāsa y su esposa cuando sus joyas fueron robadas?».
    Los discípulos no pudieron hacer otra cosa que inclinar sus cabezas avergonzados y decir: «Maestro, el comportamiento de Dhanurdāsa fue el más apropiado para un brāhmaṇa, mientras que el nuestro fue abominable».
    «Por lo tanto —continuó Yatirāja—, debéis entender que lo importante no es la cuna ni la casta. Son las cualidades las que demuestran quién está caído, sin tener en cuenta la posición social. Ahora, abandonando todo el orgullo de vuestro nacimiento como brāhmaṇas, esforzaos por servir al Señor Nārāyaṇa con un corazón puro. Ésa es la única senda de la perfección.»
Las críticas contra Mahāpūrṇa
   Poco tiempo después del incidente con Dhanurdāsa y los discípulos brāhmaṇas, Rāmānuja se enteró de que su guru, Mahāpūrṇa, había llevado a cabo la ceremonia de cremación de un śūdra, y como resultado de esto, mucha gente estaba criticándole por transgredir las reglas que rigen el comportamiento de un brāhmaṇa. Al escuchar esto, Rāmānuja fue en seguida a la casa de Mahāpūrṇa, para escuchar de él la verdad que había detrás de todas aquellas acusaciones. Cuando llegó a la casa de su guru, vio que todos los familiares de Mahāpūrṇa le habían abandonado, pues pensaban que había caído de su posición, y solamente le servía su hija, Attulai, que había venido de la casa de su suegro.
    Cuando Yatirāja le preguntó qué había ocurrido, Mahāpūrṇa respondió: «Sí, es cierto que, según los Dharma Śāstras, mi comportamiento es incorrecto. Pero, ¿cuál es el verdadero dharma? El Mahābhārata declara: mahājano yena gataḥ sa panthāḥ: El verdadero dharma consiste en seguir el ejemplo dado por las grandes personalidades. Ahora, considera el ejemplo de Śrī Rāmacandra, que llevó a cabo la ceremonia funeraria de Jaṭāyu, que no era más que un ave. Después, tenemos el ejemplo del rey Yudhiṣṭhira, quien adoró a Vidura, a quien por su cuna se le consideraba un śūdra. ¿Por qué ellos actuaron de esa forma? La respuesta es que el devoto del Señor, puesto que está liberado incluso mientras está en este mundo, es trascendental a toda consideración de familia o casta. No es posible que Śrī Rāma o el rey Yudhiṣṭhira actuaran en contra de la religión. Ese devoto cuyo cuerpo fue quemado era un sirviente puro del Señor, y yo me considero muy afortunado de haber podido prestarle ese servicio». Muy complacido al escuchar las palabras de Mahāpūrṇa, Yatirāja se postró a sus pies y le pidió perdón por su imprudencia al cuestionar las actividades de su guru.
Mahāpūrṇa y Rāmānuja
    Una vez, Mahāpūrṇa fue a ver a Yatirāja y se postró a sus pies. Viendo que Rāmānuja continuaba sentado, sin sentir ni el más mínimo embarazo ante el comportamiento de su guru, algunos devotos, sorprendidos, le preguntaron: «Yatirāja, ¿cómo puedes permitir que tu guru se postre ante ti sin inmutarte?».
    «Mi maestro espiritual actuó de esa forma para mostrar cómo se debe comportar un discípulo fiel ante su guru. Si Mahāpūrṇa tiene algún propósito que cumplir al llevar a cabo esas actividades, yo no estoy en posición de interferir con sus deseos».
    Más tarde, los devotos preguntaron a Mahāpūrṇa por qué le había ofrecido reverencias a un discípulo, y él les explicó: «Yo puedo ver constantemente en Yatirāja la personificación de mi propio guru, Śrī Yāmunācārya, y, por lo tanto, no puedo evitar postrarme ante él». Al oír esto, todos pudieron comprender incluso más profundamente la grandeza de Rāmānujācārya.

La instrucción de Goṣṭhīpūrṇa

   En otra ocasión, Rāmānuja observó que Śrī Goṣṭhīpūrṇa meditaba a puerta cerrada en una habitación. Al final del día le preguntó: «¡Oh, maestro!, ¿en qué forma del Señor has fijado tu mente, y con qué mantra Le adoraste?».
    «He adorado únicamente los pies de loto de Yāmunācārya, mi guru-māhāraja —contestó Goṣṭhīpūrṇa—, y su santo nombre es el único mantra que yo canto, porque otorga la liberación de todo sufrimiento».

    Al oír estas palabras, Rāmānuja pudo comprender la importancia de adorar a los devotos del Señor.

<<<anterior        siguiente >>>

No hay comentarios:

Publicar un comentario