Mucho tiempo atrás, existió un rey llamado Daśaratha. Desde la
terraza de su palacio, Daśaratha observaba su magnífico reino —Ayodhyā. Reyes y
príncipes entraban al palacio para pagar sus impuestos, y, a lo lejos, el rey
veía a los ciudadanos cabalgando por carreteras impecables. Otros ciudadanos se
hallaban sentados en las plazas repletas de árboles de mango y canteros de
flores multicolores. Volando por encima de la ciudad, el rey veía también las
aeronaves de oro de las esposas de los semidioses.
A pesar de todo, el rey era un hombre taciturno. Daśaratha era hijo,
nieto y bisnieto de grandes reyes, y su linaje comenzaba con el gran rey Manu,
quien había fundado aquella ciudad. Cuando Daśaratha pensaba en los reyes que
aparecieron previamente en su familia, se entristecía aún más.
Repentinamente, surgió una personalidad magnífica del fuego sagrado. Brillando como el Sol de la tarde, la personalidad dijo: “Rey Daśaratha, soy un mensajero de los cielos y traigo la nueva de que Dios está satisfecho con tu sinceridad y esfuerzo. Dios descenderá personalmente como tu hijo recién nacido y no solo eso, vendrá con tres asociados, quienes serán los hijos menores de Vuestra Majestad”.
El abatimiento de Daśaratha se debía a que el destino no le había
obsequiado siquiera un descendiente. Por causas desconocidas, ninguna de sus
esposas concebía. El rey, en su aflicción, convocó por fin a los sabios de la
ciudad para oír sus consejos sobre cómo hacer frente a aquella realidad
perturbadora. El mejor de los sabios, dijo: “Estimado rey Daśaratha, sé que
Vuestra Majestad tendrá un gran hijo muy pronto. Todo ha sido arreglado por el
Controlador Supremo. Para que el hijo de Vuestra Majestad nazca sin demora,
haremos una ceremonia a orillas del río Sarayū. Vuestra Majestad ya no debe
tener ninguna ansiedad”.
El rey proveyó todo lo necesario para la ceremonia, y el fuego sagrado
fue encendido por los competentes sabios. Luego que todo fuera hecho a la
perfección, el rey quedó a la espera de alguna señal divina. ¿Habría fracasado
la ceremonia? Aquella ceremonia ofrecida a Dios era la última esperanza del
monarca. ¿Ni siquiera así obtendría un hijo?
Repentinamente, surgió una personalidad magnífica del fuego sagrado. Brillando como el Sol de la tarde, la personalidad dijo: “Rey Daśaratha, soy un mensajero de los cielos y traigo la nueva de que Dios está satisfecho con tu sinceridad y esfuerzo. Dios descenderá personalmente como tu hijo recién nacido y no solo eso, vendrá con tres asociados, quienes serán los hijos menores de Vuestra Majestad”.
El mensajero entregó al rey una pequeña vasija de arroz dulce. “Pide a
vuestras esposas que coman este arroz, tras lo cual concebirán y el reino de
Vuestra Majestad tendrá príncipes para dar continuidad al linaje real”.
El rey Daśaratha era un hombre nuevo, ahora dichoso. Con la ayuda de
personas piadosas, obtuvo la bendición de ver a sus esposas embarazadas.
Transcurrido un tiempo, nació el pequeño Rāmacandra, así como Su hermanos,
llamados Lakṣmaṇa, Śatrughna y Bharata.
A medida que crecían, los jóvenes manifestaban todas las buenas
cualidades. Rāma era particularmente notable: aunque habilidoso como un tigre y
elegante e imponente como un león, era sereno como un lago, humilde como la
hierba y sabio como un libro antiguo.
Los jóvenes aprendieron de diferentes maestros como utilizar las armas
para defender a los inocentes, y se educaron también en la ciencia de la
distribución de alimentos entre la población. Los príncipes aprendieron,
principalmente, como transmitir valores religiosos al pueblo. Ningún rey puede
impedir que los ciudadanos de su reino mueran, de ahí la obligación del rey de
educar a las personas en el camino religioso, camino que conduce a la
inmortalidad, a la libertad del ciclo de nacimientos y muertes.
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