Durante una visita invernal al Japón, Prabhupāda se hospedó en una
casita cuyas paredes eran de papel. El casero proporcionó un brasero de
querosén, pero sólo calentaba un área reducida. Prabhupāda se envolvió en su cādar de lana gris y continuó
traduciendo el Bhāgavatam en las
frías primeras horas de la mañana, pero hizo notar que se encontraba muy
incómodo. Cuando los devotos fueron a pedir al casero otra estufa, la esposa de
éste puso inconvenientes. El casero acabó encontrando otro brasero que tenía de
reserva, pero los gases del queroseno hacían que el aire de la habitación se
volviese demasiado irrespirable. Además, por toda la casa había olor a
excremento. En aquel vecindario el sistema de desagüe era abierto: tenía que
venir un camión con aspirador y absorber el contenido de las fosas sépticas.
Pero el camión llevaba, como mínimo, una semana sin venir. Llenos de ansiedad
al ver las molestias que tenía que soportar su maestro espiritual, los devotos
acudieron al casero y le rogaron que, por favor, eliminase aquel hedor de
alguna manera. El hombre era humilde y muy transigente; además respetaba a
Prabhupāda como líder espiritual. Consintió en limpiar él mismo las fosas,
valiéndose de cubos de mano. Pero la esposa del casero puso inconvenientes otra
vez, que su marido tuviese que hacer un esfuerzo tan extraordinario,
humillante, para acomodar a Śrīla Prabhupāda. De todos modos el hombre lo hizo,
y el mal olor desapareció. La última tarde que Prabhupāda pasó en la casita de
papel, dio una clase pública. La casa tenía un piso y un entresuelo con
apariencia de escenario. El asiento de orador se puso en esta plataforma, junto
con un micrófono. El chalecito estaba lleno de invitados. Śrīla Prabhupāda
dirigió el kīrtana y después empezó a
leer en inglés, que por lo menos podían entender algunos de los que escuchaban.
Pero a mitad de la charla, la esposa del casero, una señora japonesa pequeña,
de mediana edad, entró en la casa y se puso a chillar llena de ira. Algunos
devotos se adelantaron para detenerla, pero ella los esquivó. Llegó hasta el
estrado, se subió a él y siguió gritando al lado de Śrīla Prabhupāda, haciendo
gestos feroces y alborotando la reunión. Prabhupāda le preguntó a un invitado
quién era esa señora y qué le ocurría, y oyó que era la dueña de la casa y que
estaba enfadada con Prabhupāda porque había hecho limpiar las fosas sépticas a
su marido. Cuando comprendió, Prabhupāda mostró una sonrisa. Se inclinó hacia
adelante y habló por el micrófono, como si hiciese un anuncio. Dijo:
—Casera japonesa...
Toda la audiencia y los devotos se relajaron y rieron. Era como si con
dos palabras, Prabhupāda hubiera hecho una exposición filosófica, explicando el
fenómeno universal de las caseras y de cómo había que tolerarlas. Tras una
pausa, Prabhupāda siguió con la clase, y la casera, que había quedado desarmada
con las sonrientes palabras de Prabhupāda, bajó del estrado y salió de la casa.
Entrevista con Śatadhanya Mahārāja
Mi corazón sonríe con este dulce pasatiempo, y en mi cara se esboza una sonrisa llena de ternura
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